La llegada del milenio se anunció con ansiedad. Las computadoras iban a fallar. Los dígitos 00 significaban 1900 y no 2000. Se suponía que los bancos colapsarían, los aviones se caerían y los misiles se dispararían. Para solucionar el problema se contrató a técnicos especializados. Esa adaptación le costó al mundo unos 600.000 millones de dólares. Llegada la fecha, hubo pocos errores informáticos: en Costa Rica dejaron de funcionar más de mil teléfonos que utilizaban microchip, un alquilador de videos de Nueva York cobró a un cliente 90 mil dólares por devolver una película con cien años de atraso, y en París, la cuenta de un vendedor de artesanías aumentó en cien millones de francos.

La única noticia que compitió con el informático siniestro fue la de un niño que vino del mar, Elián González, cuya foto ha sido la segunda más vista en toda la historia, solo por debajo de la de Juan Pablo II en su ataúd. Elizabeth Brotons, la madre de Elián, se propuso huir de Cuba hacia Florida en una vieja lancha, y junto con otras personas zarpó al amanecer del 22 de noviembre de 1999. A la medianoche se deshicieron del motor descompuesto para aligerar la carga, y poco tiempo después la barca se volteó. Llevaban solo tres neumáticos inflados a manera de salvavidas, y los náufragos usaron dos. El día 25 de noviembre las noticias informaban del naufragio. El cadáver de una mujer fue hallado en la playa, más tarde aparecieron dos sobrevivientes. Después se supo que un niño había aparecido frente a Fort Lauderdale, Florida, inconsciente, escaldado por el sol, acostado sobre un neumático. Era Elián, quien fue devuelto a Cuba.

Pocos recuerdan hoy el sacrificio de Elizabeth Brotons, quien salió en busca de una vida mejor para su hijo y murió en el intento. Antes de ahogarse, ella le dio a Elián una botella de agua dulce. “Yo vi cuando mamá se perdió en el mar”, dijo el niño después.

 Tal como Elizabeth Brotons, nuestro Señor Jesucristo realizó el supremo sacrificio para que sus hijos tengamos una vida mejor, la celestial.