Luz

Aquella luz verdadera, que alumbra a todo hombre, venía a este mundo. Juan 1:9.

Jesús les otorgó la vista a muchos ciegos, incluso a uno que nació invidente.
Cómo logró darle vista a ese nervio óptico, a esa córnea, a esa retina muerta, no lo sabemos; lo que sabemos es que Jesús es «aquella luz verdadera que alumbra a todo hombre” (Juan 1:9). El Autor de la luz, de quien emanan fulgores divinos, tuvo que velar su resplandor para no cegar a los hombres con su gloria.
Nosotros también irradiamos luz, pero es invisible. Se trata de la luz que producen las mitocondrias, pues somos una maquinaria viviente que funciona como un motor de combustión interna. Las mitocondrias se hallan en las células, y funcionan como centrales energéticas que sintetizan glucosa, ácidos grasos y aminoácidos. A cada instante las mitocondrias están prendidas. Por eso nuestro cuerpo es tibio. Y donde hay calor hay luz. El cuerpo de los muertos es frío porque sus mitocondrias ya no se prenden ni producen energía. No podemos ver la luz infrarroja que irradiamos por designio de Dios, pues esa luz es mil veces más pequeña que la que nuestros ojos perciben.
Si nosotros, pequeñas y débiles criaturas irradiamos luz, ¿cómo será la luz que irradia Dios? Juan supo esta verdad, por eso se refirió a Jesús como “la luz verdadera”.
No fue difícil para Jesús prender las mitocondrias de los ojos ni las del nervio óptico de sus hijos que iban a tientas por la vida, porque él es luz. Tampoco es difícil para Jesús prender en nosotros la luz de la vida espiritual, porque él es “la luz verdadera que viene a este mundo”.
Pidámosle a Jesús que mediante su Espíritu nos imparta de su luz divina, y así las tinieblas espirituales de nuestras almas serán disipadas para siempre. Porque «la luz en las tinieblas resplandece» (Juan 1:5).

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