Ilustración

Fueron halladas tus palabras, y yo las comí; y tu palabra me fue por gozo y por alegría de mi corazón; porque tu nombre se invocó sobre mí, oh Jehová Dios de los ejércitos. Jeremías 15:16.

Jorge Luis Borges, el gran autor en más de un idioma, escribió este verso: “Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído”.

¡Cuánta razón tuvo Borges!

La lectura es un misterio. En realidad, estamos inmersos en un océano de misterios. La vida es un misterio, así como la muerte. Es un misterio el mal, y un misterio el evangelio: Cristo en la cruz. Misteriosa es la mente: sabemos que existe, porque existimos, pero no conocemos sus límites. ¿Qué es el tiempo? Nadie lo sabe, pero tiene que ver con el pasado, el presente y el futuro.

Así es la literatura. En un libro abierto el pasado revive. En la Biblia, el Libro de Dios, revivimos el pasado, atisbamos el porvenir y aclaramos el presente. En la lectura de la Biblia nos alimentamos. En ella cruzamos el Mar Rojo con los hebreos, cada mañana recogemos maná, ofrecemos Jericó en holocausto al Conquistador de Canaán, cantamos con David y lo vemos en lucha con Goliat. En la lectura de la Biblia seguimos a Jesús del pesebre al Calvario, y cantamos con los ángeles su resurrección, su ascensión y su coronación. En el Apocalipsis escuchamos los himnos de gloria al “que es y que era y que ha de venir” (Apoc. 1:8).

La lectura de la Biblia es un misterio y un privilegio. Tú que eres finito, al leer ese libro divino y humano tocas lo infinito. En su lectura tu carácter se ennoblece, tu alma se diviniza, vislumbras lo eterno y recibes nueva fuerza, la fuerza de Dios.

Borges tenía razón: quizá la máxima felicidad sea la lectura… de la Biblia.

 


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