“Cuando muera iré al cielo, porque en el infierno ya estuve”, es una frase de los soldados estadounidenses que han entrado en combate.
Muy traumática debe ser la experiencia de la guerra para que los soldados se expresen así.
Cuando era niño, presencié cómo mataban a dos hombres, y desde entonces aborrezco toda forma de agresión.
Uno de mis maestros en la universidad estuvo en Vietnam en la década de 1970. Él nos contó que un día, cuando se acercaba un regimiento del Vietcong, todos los soldados se prepararon para pelear. Como el enemigo era muy numeroso, el teniente ordenó que aun al personal no combatiente se le diera un arma, pero mi profesor la rechazó diciendo: “Yo vine aquí para salvar vidas, no para quitarlas”. Mi maestro era un enfermero militar. Respetaron su decisión. El enemigo fue repelido.
No creo que un cristiano debería pelear contra otro ser humano. Nuestra misión es salvar vidas, no quitarlas. Se puede ser héroe sin matar a nadie. Los bomberos combaten el mal sin atacar a nadie, también los médicos, y los misioneros que llevan la luz del evangelio al mundo. La mejor manera de engrandecer a la nación es trabajando por ella, viviendo dentro de la ley de Dios y de la patria, construyendo hogares sobre la base del amor, formando una generación mejor que la presente. En vez de preguntarnos: “¿Qué mundo van a heredar mis hijos?”, conviene preguntarnos: “¿Qué hijos voy a dejarle a este mundo?”.
La vida en comunidad no se trata de abrir heridas sino de cerrarlas; no se trata de acumular riquezas mientras otros no tienen qué comer; no se trata de trepar sobre los hombros de los demás sino de ayudar al que lo necesita. Vive para socorrer al que sufre, para alentar al desanimado, para compartir el gozo de vivir. No se trata solo de solidaridad, no se trata de moralidad o de civismo; se trata de la mitad de nuestra religión: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”.
