Adoración | Gloria a Dios en las alturas.

En dos días atravesé once ríos y recorrí más de mil kilómetros. Dormité en una terminal de autobuses y vagué en busca de familiares en una gran ciudad. Cuando intenté comprar un boleto para seguir mi viaje ya no había, pero Dios me condujo hacia un viajero que deseaba cancelar su viaje, y a cambio de dos libros y unos pesos me dio su boleto. Sobreviví con solo una fruta, un plato de sopa y una pieza de pan.

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Cuando llegué al hogar había recorrido cuatro estados y gran parte del oriente mexicano, desde Montemorelos, Nuevo León, hasta Loma Bonita, Oaxaca, con un objetivo: estar con mi familia.

Cuando dejé la universidad no pesé los riesgos de cruzar medio país casi sin alimento y sin dinero. Ahora estaba allí, en el último autobús, aspirando la brisa del mar de Veracruz, a menos de una hora de viaje. Tal vez mamá tendrá buñuelos y un panal de miel sobre la mesa;—pensaba mientras el autobús se deslizaba sobre el camino bordeado de cañaverales y cocoteros. Tal vez mi mamá había escenificado la epifanía con miniaturas en yeso. 

El autobús dejó la carretera nacional y enfiló hacia la ciudad. La maniobra me volvió a la realidad.  No es el año 753 de Roma —me dije—. Es 1980, es México.

Me bajé en la calle Alcalá y me encaminé hacia la última casa. Con el corazón acelerado me acerqué al hogar. Hurgué en mi bolsillo. Me quedaban cuarenta pesos. Antes de llamar, atisbé por el ventanal. Permanecí allí por un instante en silencioso acto de adoración. Cada titilar me recordaba a “la luz del mundo” (Juan 8:12), al Bebé del establo cuya vida y obra se sintetiza en las palabras: “Lux lucit in tenebris” [La luz en las tinieblas resplandece] (Juan 1:5).

Esa luz me iluminó el alma al llamar a la puerta del hogar, y fulguró en el rostro de mi padre al estrecharme en sus brazos, y en los ojos de mi madre al besarme.


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