HEROÍSMO

He aquí el Cordero de Dios. Juan 1:29.

Una noche, en el Jardín del Getsemaní se cortó la comunicación entre Jesús y su Padre, y entre Jesús y el hombre. Esa misma noche, el Maestro cesó su cátedra. El tiempo de hablar había pasado. Había llegado la hora del Cordero, el tiempo de callar. Y “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” caminó mansamente hacia la muerte escoltado por sus enemigos. Se cumplía el dicho del Bautista.

¿Por qué aquel domador de tormentas, espanto de los demonios y saqueador del sepulcro se entregó a sus enemigos? ¿Por qué se comportó como la más indefensa de las criaturas de los rebaños hebreos?

Los corderos mueren en silencio. Son mansos, dóciles y leales a su pastor, y cuando llega la hora del sacrificio se someten sin resistencia. Dios los eligió para representar a su Hijo encarnado, quien vino a la tierra con la misión de morir, “para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte” (Heb. 2:14). Los corderos para el sacrificio no debían tener defecto, porque representaban al Enviado de Dios a morir por el hombre, y él sería sin defecto.

Así, el Dios y Hombre caminó por la tierra sin pecado alguno (Heb. 4:15). El diablo lo acosó sin piedad, y un día se jugó su última carta, lo torturó y lo probó en la cruz, el supremo espanto de los hombres. Vació su arsenal sobre él: la injusticia, la parodia y la crucifixión. Lo torturó, le negó el agua en su agonía. Jesús callaba, como callan los corderos. El profeta había dicho: “Como cordero fue llevado al matadero” (Isa. 53:7).

Una palabra en su defensa y nuestra ruina se confirmaba. Hablar en su favor implicaba dejarnos al filo del abismo. Por eso guardó silencio, y se hundió en un abismo de insondable soledad, la alienación de su Padre. Él ahí estaba, pero Jesús no lo percibía. Desde el Getsemaní su Padre no le hablaba. Así debía morir, como han de morir los perdidos, sin auxilio divino. Jesús no estaba sufriendo la muerte piadosa que ahora les ocurre a los hombres. No, sufría el castigo del pecado, porque “la paga del pecado es muerte” (Rom. 6:23). Y clamando a gran voz: “Consumado es” (S. Juan 19:30), entregó el espíritu a su Padre. El Cordero de Dios había quitado “el pecado del mundo” (Juan 1:29).


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